Ciento veinticuatro noches besando tu cuello, recibiendo el aroma de tu piel desde antes que doblaras la esquina con las pupilas embriagadas de deseo. Mis manos ciento veinticuatro noches despojándote de ese uniforme lleno de grasa; absorbiendo el aroma de tu piel con los pulmones excedidos de humo de cigarrillo, siete por lo menos, antes de verte aparecer como cada vez que quedábamos de encontrarnos ahí, en nuestro sitio preferido.
Bajando la colina, en la casa del árbol que antiguos pobladores nos habrán dejado en herencia sin saberlo. Mi ropa caía al suelo tres noches a la semana y tus manos sentenciando mi tortura elegían en especifico un sitio cada vez de mi enclenque anatomía de adolescente.
Tus ojos brillando como soles pequeños en la oscuridad interrumpida solamente por el paso de algún camión que bañando con sus luces la gloria de tu cuerpo desnudo nos hacia quedar inmóviles entrelazados a la espera de que pasará el peligro.
Ciento veinticuatro llamadas a la casa paterna, colgando el teléfono a mis padres, para hacerme saber que nos veríamos de nuevo. Corría el tiempo de mis años de ansiedad por conocer las sensaciones que se arremolinaban entre mis piernas, darle curso al latido salvaje que surgía de mis pechos al sentarme en tus piernas. Te hable al oído con frases dictadas por el alarido pretencioso de mi perfecta desnudez, con el orgullo de dos pezones incitando estar más cerca, pugnando por seguir recibiendo de tu boca más húmedas caricias.
No hubo vergüenza en ninguno de mis actos, bajaba el cierre de tu overol azul con la naturalidad de quien se ata los zapatos, con la velocidad retardada que la lascivia me iba exigiendo. Tu cuerpo estaba a unos centímetros y yo me convertía en loba, eras esa luna llena que alteraba mis hormonas. Te bese en los lugares más extraños para una iniciada, la sensualidad tomo posesión de mi cuerpo, y cada noche las caricias subían de tono.
Ciento veinticuatro excusas inventadas por llegar tarde a la escuela y otras tantas por dormir en clases, tarros enteros de vitamínicos tirados al retrete, que mis padres dulcemente suministraban para el cansancio de su pequeña. Sin saber que tres noches por semana saltaba por la ventana y corría colina abajo al encuentro del placer; al encuentro de tus manos recién lavadas en solventes, al castigo de mi urgencia por verte llegar y asaltarte con nuevas ideas que tenía en mente para demostrarte que era buena alumna.
Ciento veinticuatro noches tiritando en la oscuridad hasta que decidías volver a ponerme la ropa y hacerme regresar a casa con una última palmada en el trasero, llegando a casa despeinada y sucia con el sabor de tu saliva aun en mi piel. Ciento veinticuatro maravillosas noches hasta que un día sin más dejaste de asistir a impartir clases.
Cuando mis padres escucharon de los labios de su tierna hija adolescente que tomaría taller de mecánica en la secundaría, como era de esperarse pusieron el grito en el cielo. Desde luego que nunca habían visto al maestro que impartía estas clases, o se habrían opuesto con mayor sorna, aun cuando su hija les explico que por su propio bien y ya que algún día sería dueña de un auto, debía tener una mínima noción de lo que era por lo menos cambiar una llanta.
En la escuela corrió el rumor durante meses después de tu desaparición de que te habías ido porque tu mujer descubrió que tenías una amante y que antes que reclamarse por lo ocurrido durante toda su vida, decidieron poner tierra de por medio.
Bajando la colina, en la casa del árbol que antiguos pobladores nos habrán dejado en herencia sin saberlo. Mi ropa caía al suelo tres noches a la semana y tus manos sentenciando mi tortura elegían en especifico un sitio cada vez de mi enclenque anatomía de adolescente.
Tus ojos brillando como soles pequeños en la oscuridad interrumpida solamente por el paso de algún camión que bañando con sus luces la gloria de tu cuerpo desnudo nos hacia quedar inmóviles entrelazados a la espera de que pasará el peligro.
Ciento veinticuatro llamadas a la casa paterna, colgando el teléfono a mis padres, para hacerme saber que nos veríamos de nuevo. Corría el tiempo de mis años de ansiedad por conocer las sensaciones que se arremolinaban entre mis piernas, darle curso al latido salvaje que surgía de mis pechos al sentarme en tus piernas. Te hable al oído con frases dictadas por el alarido pretencioso de mi perfecta desnudez, con el orgullo de dos pezones incitando estar más cerca, pugnando por seguir recibiendo de tu boca más húmedas caricias.
No hubo vergüenza en ninguno de mis actos, bajaba el cierre de tu overol azul con la naturalidad de quien se ata los zapatos, con la velocidad retardada que la lascivia me iba exigiendo. Tu cuerpo estaba a unos centímetros y yo me convertía en loba, eras esa luna llena que alteraba mis hormonas. Te bese en los lugares más extraños para una iniciada, la sensualidad tomo posesión de mi cuerpo, y cada noche las caricias subían de tono.
Ciento veinticuatro excusas inventadas por llegar tarde a la escuela y otras tantas por dormir en clases, tarros enteros de vitamínicos tirados al retrete, que mis padres dulcemente suministraban para el cansancio de su pequeña. Sin saber que tres noches por semana saltaba por la ventana y corría colina abajo al encuentro del placer; al encuentro de tus manos recién lavadas en solventes, al castigo de mi urgencia por verte llegar y asaltarte con nuevas ideas que tenía en mente para demostrarte que era buena alumna.
Ciento veinticuatro noches tiritando en la oscuridad hasta que decidías volver a ponerme la ropa y hacerme regresar a casa con una última palmada en el trasero, llegando a casa despeinada y sucia con el sabor de tu saliva aun en mi piel. Ciento veinticuatro maravillosas noches hasta que un día sin más dejaste de asistir a impartir clases.
Cuando mis padres escucharon de los labios de su tierna hija adolescente que tomaría taller de mecánica en la secundaría, como era de esperarse pusieron el grito en el cielo. Desde luego que nunca habían visto al maestro que impartía estas clases, o se habrían opuesto con mayor sorna, aun cuando su hija les explico que por su propio bien y ya que algún día sería dueña de un auto, debía tener una mínima noción de lo que era por lo menos cambiar una llanta.
En la escuela corrió el rumor durante meses después de tu desaparición de que te habías ido porque tu mujer descubrió que tenías una amante y que antes que reclamarse por lo ocurrido durante toda su vida, decidieron poner tierra de por medio.
La única alumna del taller de mecánica en catorce años desde que se fundo la Escuela Secundaria Federal No. 13, no podía decir esta boca es mía en todo el asunto. No te volví a ver nunca. Las clases de mecánica a partir de entonces no fueron iguales y mis padres vieron con agrado desaparecer las llamadas del “mudo” a las cinco cuarenta y cinco de la mañana tres veces por semana. Solo yo que las marcaba con una rayita en la madera de la casita del árbol, se con exactitud la cantidad de llamadas que se hicieron a esa hora: ciento veinticuatro.