Hace muchos, muchos años, cuando cursaba el tercer año en el CCH, había un tipo de larga cabellera y aspecto rebelde que cada vez que lo veía hacía rugir mis entrañas en un grito primordial de deseo.
Me gustaba tanto. Es curioso como uno llega a asociar a las personas con canciones que a veces no parecen tener ninguna conexión.
Una tarde de hueva, de las que no faltaban por esas épocas, recuerdo que estaba en mi casa pensando en él unos minutos antes de salir rumbo al heroico plantel Naucalpan. No estaba poniendo gran atención a la programación de la radio (bueno, eso creía yo). Más tarde, ya en la escuela lo vi llegar.
En una de esas ensoñaciones adolescentes en las que desaparece el resto del mundo y lo único que tu logras ver es al objeto de tu amor acercarse caminando hacía donde tu estas, y a huevo, como por arte de magia en tu cerebro atiborrado de respuestas hormonales, comienza a cocinarse una banda sonora para el momento aquel que quedara grabado en tu memoria por los siglos de los siglos.
Ricardo es su nombre, aunque en esos tiempos, era mejor conocido por mi y por mi palomilla de irrespetuosas adolescentes como “El Botello”.
Y ahora se con absoluta certeza, que invariablemente, cada vez que escuche esta canción, volverá a mis recuerdos la escena de esa melena mecida por el viento, mientras él caminaba por los jardines del CCH Naucalpan. Y todo eso también, mientras un hueco en mi pancita me recordaba con amargura que él no era “my baby”.
Llevo toda la tarde escuchando esta rola y añorando viejos tiempos, esos en los que un amor imposible dolía, pero, no lo suficiente. Añorando esa época en la que todo era superable. Pero lejos de estar en un mood triste, me he dado cuenta que hay cosas que no cambian, y lo puedo decir porque al final del día siempre habrá una canción que haga que la nostalgia no duela, que nos deja un momento grabado en la memoria y la alegría de tener un pasado que recordar con ternura. Así que no menosprecien un sound-track meloso, uno nunca sabe cuando le va a sacar una sonrisa que valga por la carga de trabajo de una semana entera.
Me gustaba tanto. Es curioso como uno llega a asociar a las personas con canciones que a veces no parecen tener ninguna conexión.
Una tarde de hueva, de las que no faltaban por esas épocas, recuerdo que estaba en mi casa pensando en él unos minutos antes de salir rumbo al heroico plantel Naucalpan. No estaba poniendo gran atención a la programación de la radio (bueno, eso creía yo). Más tarde, ya en la escuela lo vi llegar.
En una de esas ensoñaciones adolescentes en las que desaparece el resto del mundo y lo único que tu logras ver es al objeto de tu amor acercarse caminando hacía donde tu estas, y a huevo, como por arte de magia en tu cerebro atiborrado de respuestas hormonales, comienza a cocinarse una banda sonora para el momento aquel que quedara grabado en tu memoria por los siglos de los siglos.
Ricardo es su nombre, aunque en esos tiempos, era mejor conocido por mi y por mi palomilla de irrespetuosas adolescentes como “El Botello”.
Y ahora se con absoluta certeza, que invariablemente, cada vez que escuche esta canción, volverá a mis recuerdos la escena de esa melena mecida por el viento, mientras él caminaba por los jardines del CCH Naucalpan. Y todo eso también, mientras un hueco en mi pancita me recordaba con amargura que él no era “my baby”.
Llevo toda la tarde escuchando esta rola y añorando viejos tiempos, esos en los que un amor imposible dolía, pero, no lo suficiente. Añorando esa época en la que todo era superable. Pero lejos de estar en un mood triste, me he dado cuenta que hay cosas que no cambian, y lo puedo decir porque al final del día siempre habrá una canción que haga que la nostalgia no duela, que nos deja un momento grabado en la memoria y la alegría de tener un pasado que recordar con ternura. Así que no menosprecien un sound-track meloso, uno nunca sabe cuando le va a sacar una sonrisa que valga por la carga de trabajo de una semana entera.